Hay aniversarios en los que no hay nada que celebrar; solo recordarlos y tenerlos presentes -dicen que- para que la historia no se vuelva a repetir. Algo que estrictamente es imposible, a no ser que creamos en un eterno retorno. En todo caso, sí hay algo de positivo: lograr que tiempo después no se repitan sucesos de índole muy similar. Sin embargo, nos encontramos con que los vicios y defectos que provocan muchas desgracias, tragedias y catástrofes siguen vigentes. Son otros los procesos, son otros los lugares, son otros los culpables, son otras las víctimas. Y pienso ahora en el caso de la reciente tragedia del Madrid Arena. A pesar de que en lo técnico, salvo la trampa que supuso el elemento estructural del edificio, todo lo demás pueden parecer impertinencias, creo el desastre de Bhopal y lo sucedido en Madrid no están tan lejos el uno del otro, y que ambos sirven para ilustrar sobre algunas catástrofes tecnocientíficas o tecnoindustriales de eso que se ha dado en llamar modernidad avanzada o, también, sociedad del riesgo.
La semana pasada se cumplieron veintiocho años del desastre de Bhopal. Sucedió la noche del 3 de diciembre de 1984. La de Bhopal es considerada la mayor catástrofe química la historia. Tampoco considero que los ranking y las posiciones en ellos sean una cuestión relevante cuando hay de por medio decenas de miles de muertos y centenares de miles de víctimas y afectados. Y lo peor es que no todo terminó entonces. Se seguirán cumpliendo más aniversarios, y más personas seguirán enfermando o muriendo, a pesar del paso de los años. Pasarán más años y posiblemente siga sin hacerse justicia. En teoría todos somos iguales ante la ley, aunque eso no es verdad en la práctica. La posesión de poder, prestigio o dinero, de entrada, ya sesga, a priori, en una dirección, los sistemas legislativos y de justicia, y, luego, a posteriori,en su funcionamiento, también tienen más oportunidades las personas o grupos que tienen más poder, riqueza o prestigio. Si las víctimas hubiesen sido ricas, poderosas, blancas y occidentales otro gallo hubiese cantado.
La noche del 3 de diciembre de ese año la ciudad de Bhopal albergaba una ceremonia de peregrinación, lo cual pudo magnificar la tragedia. En la planta química de la Union Carbide, una planta dedicada a la fabricación de pesticidas, se estaban efectuando tareas de limpieza cuando se produjo una fuga de un isocianato de metilo, “que es la base de la producción del pesticida “Sevin”, un pesticida barato y menos dañino que el DDT. El isocianato de metilo es una de las sustancias más inestables y peligrosas de la industria química”, el cual, al entrar en contacto con la atmósfera, dio lugar a la formación varios gases de muy alta toxicidad. De hecho, muchas personas murieron en las calles, al inhalarlos. Y a medida que aumentaban las horas, los días y meses siguieron muriendo muchísimos más. Debido al escape, recursos básicos, como el agua o los campos quedaron también contaminados, y siguen contaminados. Pero algo hay que beber y algo hay que comer, dicen los habitantes de dicha ciudad.
La tragedia no termino ahí. Tuvo continuidad a la hora de determinar responsabilidades penales e indemnizaciones económicas. Sólo resultaron condenados directivos indios. Sólo se tuvo en cuenta a unos pocos de los afectados, y las cantidades de las indemnizaciones fueron irrisorias. La Union Carbide fue absorbida por Dow Chemicals, pero ésta rechazó hacer frente a la responsabilidad moral y económica de aquella. Por otro lado, en el proceso judicial, el gobierno Indio pactó unas indemnizaciones bajísimas, que muchas de ellas ni siquiera llegaron a los afectados. Además, luego se supo que la Union Carbide aplicaba una observancia diferente en los protocolos de seguridad, dependiendo de los países. Por ejemplo, en la factoría que la Union Carbide tenía en los EEUU sí se cumplían las medidas de seguridad necesarias para el manejo de productos de la peligrosidad como el mencionado.
Seguramente la década de los 80 vivió las dos tragedias tecnológicas más grandes de la historia de la industria. La de Bhopal y la de Chernobyl. Si lo sumamos a las precedentes y a los diferentes casos de mayor o menor alcance producido la lista puede hacernos pensar que es lógica la actitud de recelo y temor ante del desarrollo científico y técnico por parte de la población. Mayak (antigua URSS, 1957, aunque no se supo de la tragedia hasta la década de los 70), Windscale (Sellafield, GB, 1957). Three Mile Island (EEUU, 1979), Fukushima (2011), entre otros muchos, que se unen a episodios y casos históricos que más o menos la gente conoce como la talidomida, el amianto, el DDT, las bombas de Palomares, las “vacas locas”, el vertido de la presa de Aznalcóllar, Adrystil, el Prestige. La lista puede hacerse larga. Pero sería siempre selectiva, ya que dejaríamos fuera cuando las cosas van bien y salen bien, que es lo normal. Sin embargo, es posible que la acumulación de accidentes y catástrofes pueda servir para explicar algo de ese recelo o rechazo a innovaciones posteriores a la década de los 80, como es el caso de los transgénicos.
Aún así, es interesante hacer notar, contra cierto victimismo entre la comunidad de científicos y de técnicos, que el escepticismo, el recelo y el rechazo no son la tónica dominante entre la opinión pública de las sociedades occidentales. Más bien, la tendencia es la contraria. Aunque el interés es bajo y el conocimiento escaso, predominan las actitudes optimistas y positivas. Si los públicos tienen sus pánicos morales, los científicos y los técnicos también tienen los suyos, y uno de ellos es el público.
¿Se podían haber evitado muchos de estos accidentes? La respuesta a esta pregunta suele centrarse en las cuestiones técnicas, con lo que da la impresión de que la respuesta es sí. Lo que en muchos de estos casos se da es un cúmulo de errores, negligencias o contingencias que sumadas provocan el trágico desenlace. Pero al final todo parece una cuestión técnica.
En la gestión de riesgos se debería tener en cuenta la interacción de las personas y las cosas y el sistema en que unas y otras operan. Así, en lugar de distinguir entre sistema técnico y sistema social, deberíamos pensar en sistemas sociotécnicos, porque el sistema técnico puro no existe. Idealmente sí podemos pensar en sistemas técnicos puros como la paloma kantiana pensaba en el vuelo libre, sin ataduras, en el vacío. Pero la realidad no se da de esa manera. Lo que encontramos es a cosas, persona (y con ello sus creencias, valores, motivaciones, conocimientos, ignorancia, rutinas, vicios…) y subsistemas interconectados
Así que lo tecnocientífico es social de diferentes formas. En primer lugar, porque lo social se incorpora en el diseño y creación de un artefacto técnico o tecnológico. En segundo lugar, porque el conocimiento suele ser incompleto y a veces sesgado. En tercer lugar, porque los sistemas técnicos se encarnan, implementan y emplean en sistemas sociales, con sus virtudes y defectos. Por todo ello, sería mejor verlos como un conjunto, como un sistema sociotécnico; y con ello introducir en el sistema la existencia en algunos contextos de determinadas prácticas, valores y fenómenos, como, por ejemplo, la corrupción político-económica, entre otros, la cual puede dar a traste con los mejores proyectos sociales o tecnocientíficos. El reciente y triste caso del Madrid Arena es una manifestación de este círculo pernicioso en el que la corrupción y los tratos de favor han sido una de las causas concurrentes en la catástrofe, como pasó en Bhopal, y también en otros episodios de índole tecnológica.
Para que determinadas cosas sean seguras, o más seguras, hacen falta muchas cosas. Entre ellas más exigencia y más autoexigencia por parte de los propios ciudadanos. Y, también, saber que determinados proyectos técnicos (o sociales) no son seguros en algunas sociedades. Y, alguno, en ninguna de ellas (al menos en las sociedades humanas que conocemos).