El siguiente texto trata de circular sobre las posibles respuestas a una pregunta ¿cómo nos pueden afectar las nuevas tecnologias robóticas y de IA? ¿qué aspectos de nuestros afectos, de nuestros cuerpos, de nuestra propia sexualidad, o nuestra relación con los demás? Las reflexiones, sin embargo, construyen un relato de ficción, totalmente personal y sin evocar a un análisis cerrado o lógico. Al estilo de un simple cuento de invierno.
Copenhague 2045
Estación de Osterport. Diciembre. 6:00 pm. Aquella tarde de invierno el frio parecía que atravesaba cualquier prenda de abrigo. Daba igual las capas que llevases, el viento helado se colaba por entre los tejidos, haciendo que mi piel se erizase. No era el mejor día para esperar fuera de la estación. Llegaba tarde, y no era habitual. A decir verdad, nunca había pasado. Siempre estaba a la hora indicada esperando bajo los pórticos de la entrada. Además, mira tú que coincidencia, precisamente el día que me había dejado el móvil en el despacho. Esto no era tan raro, soy bastante desastre y siempre voy dejándome las cosas por todos lados. Pero su retraso era extraño, muy extraño.
El día había transcurrido sin incidencias. Todo normal, demasiado normal. Dinamarca no es un país de grandes exaltaciones. Para una persona del sur de Europa el silencio en el tren puede ser incluso agresivo al principio, pero con el tiempo te amoldas a una situación de cierta distancia social. Una distancia que, sin embargo, se acorta con la gran cantidad de derechos que otorga el estado. Sueldo, acceso a la vivienda, transporte, educación, … Incluso, hace unos años, el gobierno sorprendió al mundo con la inclusión del derecho al robot personal. Le llamé Leo. Teníamos la opción de elegir su apariencia. Si queríamos un robot que intentase parecerse lo más posible a un ser humano, o si por el contrario queríamos una funcionalidad más específica sin una forma particular. Esos amasijos de tecnología al descubierto. Pocos fueron los que eligieron este segundo tipo. Dinamarca no es un país muy grande, pero Copenhague no es una ciudad pequeña. Todos los días nos cruzamos cientos de personas por entre las calles. Sin embargo, los ojos que se cruzan suelen tener una mirada predefinida, enfocada. Al llegar a la ciudad, hace ya demasiados años para recordar mecánicamente cuántos llevo aquí, el bullicio de bicicletas me recordó a Pekín. Una ciudad que no había visitado, pero que las imágenes envueltas en corrientes caóticas de bicicletas siempre me impactaron. La bicicleta siempre me gustó, quizá esa fue una más de las razones para elegir esta ciudad. Un pequeño complemento que te servía como guiño personal, aunque, por supuesto, el único motivo realmente importante fue la posibilidad de abrir una línea de investigación en el nuevo centro de IA de producción creativa. Esta tecnología poco a poco había acabado por inundar casi cualquier parcela del conocimiento y el desarrollo tecnológico. Hasta el punto de que hablar de tecnología era prácticamente equivalente a hablar de IA. En mis inicios de estudiante nunca tuve muy claro si esta rama era la disciplina que más me gustaba. Por supuesto me llamaba la atención, pero en realidad tampoco teníamos tanta libertad de elección. Hicieses lo que hicieses, parecía que ya entrados en materia desarrollar tecnología y IA era indistinguible. En ese caso, ¿por qué quedarte a medio camino? Siempre he envidiado a esas personas que sabían elegir y diferenciar muy bien qué es lo que querían. En mi caso fue todo un poco más confuso. Por eso supongo que la profesión que elegí acabó por reunir dos campos que en un principio parecían separados, la creatividad y la inteligencia artificial. En nuestras investigaciones en seguida nos dimos cuenta que esta diferenciación era demasiado simple. Para poder enlazar ambas disciplinas solo había que redefinir los procesos creativos. Algunos decían, ¿por qué centrar lo creativo sobre lo humano? Se abrieron varias escuelas de análisis, pero todas convergían en el uso de la misma tecnología. Al final no hubo discusión, la creatividad se podía automatizar. Las discrepancias solo manifestaban puntos de vista sobre cómo organizar esa automatización. Ese debate ciertamente más interdisciplinar me parecía mucho más atrayente. Desde luego, cuando abrieron el centro de estudios sobre IA y producción creativa aquí en Copenhague pensé que ofrecía prácticamente todos los requisitos que buscaba. Buenas condiciones de trabajo, un gran contexto de investigación, un equipo joven y ambicioso y una ciudad interesante. Lástima que el centro de investigación quedase tan alejado del núcleo urbano. Eso imposibilitaba desplazarme en bicicleta cada día. Me gustaba la autonomía y la independencia de este medio de transporte, casi como tecnología al servicio de la persona, del individuo. No es extraño que sea el vehículo preferido de los daneses, pese al frio y la humedad. Un vehículo compacto, robusto y fiable, al servicio de la persona. Perfecto para el tipo de ciudad que representa Copenhague. No solo por las características físicas del terreno, una ciudad plana y sin obstáculos importantes, sino por la propia idiosincrasia de sus habitantes. Podríamos etiquetarlos también como compactos, robustos y fiables, y muy independientes. En Cuba, a este tipo de instrumental los llaman yunques. Equipos a prueba del paso del tiempo. Pero Cuba es otra cosa. El polo opuesto. Por cierto, ¿qué será de Cuba? Hace mucho tiempo que nadie habla de Cuba. Esas mismas características de robustez y fiabilidad son las que ofrecía el gobierno al otorgar el derecho a un robot personal. Aún recuerdo cuando la noticia llenó informativos de todo el mundo. Se organizó un gran debate. Hay que reconocer que esta vez el gobierno de un país, el de Dinamarca, prácticamente se adelantó a la tecnología. Si no se adelantó, al menos sí que legisló desde la actualidad del conocimiento y el desarrollo tecnológico. La respuesta no fue tibia. Muchas personas entendieron que otorgar el derecho en propiedad sobre un robot personal suponía legislar sobre una nueva forma de esclavitud. Otros, sin embargo, entendieron que este tipo de ley destrozaba las reglas del mercado desregulado. La tecnología, la tecnología punta, la más innovadora, debía quedar al servicio del capital. O sea, era una tecnología de acceso comercial, no de acceso democrático. ¿Qué era eso de garantizar el acceso a la tecnología para todas las personas? La tecnología se pagaba, puesto que era ante todo un negocio. Pero esos debates se mitigaron más rápido de lo esperado. De hecho, sectores paralelos no muy alejados a esa postura economicista rápidamente corrigieron este planteamiento, dejando ver que en realidad esa democratización de la tecnología suponía, precisamente, una gran oportunidad de negocio. Una reconfiguración de nuestras dependencias materiales. Hay quien entendió muy rápidamente que en realidad el salto cualitativo ya lo habíamos hecho antes. Unos pusieron el cambio de paradigma en la aparición del teléfono móvil. Estos defendían que el móvil ya se había vuelto una tecnología inteligente de la que no podíamos renunciar. Defendían que antes que legislar sobre una tecnología ya adoptada, lo correcto era adelantarse, o mejor dicho, no quedar retrasados sobre el presente, y legislar sobre el futuro inmediato. Los robots inteligentes no iban a cambiar en gran medida nuestra dependencia vital con la IA. De hecho, existían posturas críticas que decían que ese cambio fue incluso anterior. El cambio ya había sucedido con la inclusión de la televisión en los hogares a mediados del siglo pasado, una tecnología que redefinió no solo nuestras costumbres familiares y sociales, sino también nuestras formas de relacionarnos con la imagen. En ese momento ver empezó a significar más cosas. Quizá esto mismo, en realidad, ya sucedía con la tecnología libro. Esa sucesión de páginas mecanografiadas ya suponía un artilugio de inteligencia artificial que nos moldeaba y nos condicionaba como especie, como sociedad y como individuos, a través del tiempo. Según esta postura crítica, no existía demasiada novedad en este otro salto tecnológico. De hecho, convenia no despreciar el enorme poder que había supuesto la distribución masiva de libros con la aparición de la imprenta, una tecnología de memoria, de reunión colectiva, de ficción, pero a la vez de realidad y de comunicación. En este caso sucedía algo similar. Estos críticos señalaban que el robot personal no suponía ningún salto cualitativo, solo incluía una apariencia más cercana sobre el uso de inteligencias tecnológicas que nos habían estado moldeando y reconfigurando como humanos, quizá desde el mismo comienzo de la historia. Era difícil llegar a una opinión clara, pero esto muy probablemente es algo que siempre nos ha sucedido al presencial la irrupción de una tecnología emergente. Como digo, ese debate fue menos duradero de lo que en un principio nos imaginamos todos. El hecho es que la tecnología se consolidó rápidamente. Sin embargo, poco a poco sí que se desarrolló un intenso cuestionamiento, no por su inclusión sino por las formas y las limitaciones en su incorporación. Fué una oportunidad magnífica para analizar de primera mano cómo los entornos de IA podrían compatibilizarse con las características creativas, cosa que en nuestro grupo de investigación supuso una experiencia impagable. Unas características creativas que esta vez se materializaban en la definición de una personalidad, y de su influencia sobre los afectos humanos. Claro, los afectos son muchos y muy variados. Empezamos a hablar sobre los timbres de voz, sobre el uso del lenguaje, sobre la concepción corporal, sobre la propia sexualidad, sobre todas estas formas afectivas de relación y sobre sus límites. Nuestro equipo quiso formar parte activa no solo en el debate, sino también en la propuesta tecnológica. De hecho, no podíamos negarnos. Otra vez estábamos a medio camino entre una elección personal, y una obligación externa. Si no lo hacíamos, nuestro entorno nos miraría con malos ojos. Investigando en el campo no podíamos dejar la oportunidad de posicionar el equipo, el centro e incluso la ciudad como un núcleo destacado del desarrollo de una de las tecnologías que estaba configurando el nuevo mundo. Y esto es así más aún si entendemos una cultura que ama tanto la eficiencia y el trabajo. Al menos aparentemente. Aunque siempre te sorprendes con el poder de las apariencias. Ese fue precisamente uno de los problemas más importantes en la inclusión de estos robots personales. Las apariencias han dominado por completo a la tecnología. El grado de satisfacción de las personas que eligieron Robots con forma humana fue mucho menor que el de las que eligieron formas funcionales. Quizá sea porque en el segundo caso las personas descartaron esa atracción por la apariencia. ¿Un espíritu más práctico? No lo sabemos, pero esto funcionó incluso para aquellos robots que se diseñaron especialmente para la atención sexual. Pareció que un robot con una apariencia clara humana llegó a cansar antes, incluso a generar casos de rechazo directo, mientras que los robots de atención sexual organizados para la función sin prestar una atención principal a su aspecto humano se recibieron bastante mejor. El efecto de “divorcio” del robot apareció bastante más pronto de lo que nadie se imaginó. Todos estos fenómenos nos intrigaron mucho dentro de la actividad del grupo de investigación. Porque suponía incluir una relación poco esperada, casi caótica, en la relación personal entre robot y humano. No podíamos imaginar que surgirían peleas domésticas entre una persona y un robot. Sentimientos de odio, o de aversión. No todas las personas podían convivir con cualquier robot. No todos los robots estaban programados para poder hacer feliz a su pareja. No todas las personas podían llegar a ser felices por las atenciones de un robot. Algunas veces las noticias sacaban las imágenes de la recogida de un robot rechazado. El equipo técnico llegando a la puerta de una casa, y su inquilino devolviendo el robot a la vez que le tiraba objetos a la cabeza. Mucha gente pensó que era el fin de la intimidad. Una cultura que amaba el silencio estaba siendo empujada por la tecnología fuera de sus apariencias de contención, mostrando la ira interna de una frustración que no se conocía de antes. Posiblemente estas personas habían depositado muchas esperanzas sociales en una tecnología que se mostró imperfecta. Quizá tan imperfecta como cualquier ser humano. O quizá más. No obstante, era una tecnología humana. Por eso, para esas personas, su última moneda al aire volvió a caer del lado contrario. No es fácil digerir ese trago. Ni siquiera lo no-humano, esos robots que algunas personas no escondían etiquetar como nuevos esclavos, podía resolver el aislamiento social que sufrían ciertos colectivos e individuos.
Leo solo llevaba 6 meses conmigo. Aunque podemos decir que soy una persona totalmente involucrada en el desarrollo de este tipo de tecnología, hasta el momento no había hecho uso de este nuevo derecho robótico. Quizá por mi indecisión habitual. O quizá porque soy una persona del sur. El tópico dice que somos más sociales, que vivimos en una comunidad más cohesionada. Pero todos sabemos que los tópicos pocas veces suelen describir la realidad social. En mi país este derecho se adoptó rápidamente también, y los mismos mecanismos se repitieron. Los mitos sobre culturas más sociales, o más distantes pronto se vieron como pequeñas diferencias o matices. Unas sociedades parece que preferían robots más rubios, o más morenas, más altos o con voz más cálida, … pero todo esto eran diferencias poco significativas. En el grupo de trabajo muchos discutíamos informalmente, tomando café sobre las ventajas de este tipo de robot. Había un intento por racionalizar su entrada en casa. Era frecuente defender esa entrada como una cuestión de orden mental. Traer un robot al hogar debía desprenderse como una consecuencia lógica, práctica y funcional. No hacer uso de ese derecho se entendía cada vez más poco menos que como renunciar al progreso racional. Muchas personas en el centro de investigación ya habían dado el paso y se mostraban totalmente convencidas. Sinceramente, todo esto no me pareció muy diferente a la justificación frecuente que precedía la incorporación de cualquier otra tecnología del hogar, como una nueva cafetera, el lavavajillas o la lavadora. Estas tecnologías habían llegado para quedarse, y al robot personal le sucedía lo mismo. No hacer uso de esta nueva tecnología, que además quedaba marcada como un derecho humano similar a la propia vivienda, era algo más cercano a lo nostálgico que otra cosa. Al menos así se defendía. Debo reconocer que, personalmente, tardé bastante en dar el paso. Cuando invitaba a mis compañeros a cenar, traían a sus robots para que los conociésemos. Era increíble lo diferentes que eran unos de otros. Podías elegir su personalidad prácticamente a la carta. Unos resultaban algo parecido a comportamientos tímidos, con modales exquisitos. Otros eran habladores y simpáticos. En una ocasión llegué a sorprenderme odiando a uno de ellos. Creo que en el proceso de normalización llegabas a olvidar que era un robot. En su caso, el robot se había pasado toda la noche siendo el centro de la atención. No paraba de interactuar con todo lo que se acercaba a sus sensores. Haciendo preguntas o comentarios superfluos sin cesar, con un tono medio divertido, medio inquisitivo. Pero su pareja humana estaba encantada con su comportamiento. Fue la vez que realmente entendí que alguien se podía enfadar con un robot, o al menos con sus programadores. Con el tiempo pensé que no podía dejar de experimentar esta tecnología. Una persona como yo, cuya profesión tomaba como objeto de estudio esta misma tecnología, no podía dejar pasar la oportunidad de vivir esta experiencia en primera persona. Aunque creo que esto solo fue la elaboración de una excusa racional para satisfacer algo menos claro, menos consciente. Durante todo ese tiempo había venido desarrollándose un incipiente impulso de deseo escondido, semiconsciente, que sin embargo necesitaba un camino racional para materializarse. Fue justo antes del verano. Ya había formalizado todos los tramites. Un proceso no muy complicado, nos lo ponían bastante fácil. Medio ilusionante, medio temeroso. Desafiante, pero también excitante. No estaba haciendo nada malo. Todo el mundo lo hacía. Teníamos una ley que amparaba nuestro derecho a tener esta tecnología personal. Y, sin embargo, aún con todo esto, seguía pareciéndome una escena de ciencia ficción, que apelaba a riesgos que no conocíamos. Me sentía como acercándome a un precipicio que separaba algo que nos desafiaba, pero que no podíamos poner nombre. Por mucho que tratase de analizarlo fríamente, siempre aparecía algo de miedo y de preocupación. Pero, por otra parte, cierto deseo, mucha ilusión y necesidad de vivir la experiencia. Era, desde luego, como bien se advertía en los debates iniciales, un objeto de consumo muy bien diseñado. Me asaltaban dudas, ¿sería de esas personas que se muestran incompatibles con esta tecnología? ¿estaría entendiendo bien la tecnología? ¿y hasta qué punto estábamos ejerciendo nuestros derechos, o justo lo contrario, estábamos violándolos? ¿estábamos jugando con fuego? ¿éramos conscientes de lo que hacíamos? No era fácil responder a estas preguntas.
Un día de Junio, con el calor de la llegada del verano, me entregaron a Leo. La instalación fue sencilla. Diría que agradable. Nadie cuestionó nada. Los técnicos que abrieron la caja fueron simpáticos, precisos, amables. Una vez Leo estaba funcionando, se llevaron todo el material sobrante. Leo no desentonaba, parecía que hubiese entrado a casa por su propio pie. Tuvimos una conversación inicial agradable. La tecnología, desde luego, estaba preparada para recibir un momento así. Los movimientos se producían con naturalidad, no había ningún sonido extraño. No quise gastar más tiempo en esta presentación, y comencé a asumir la presencia de alguien más. Aunque no sabía muy bien definir qué quería decir con alguien. Mi sensación se mezclaba entre la alegría de descubrir un juguete nuevo, y la sorpresa de acoger una persona en tu casa. Con la diferencia de que no era precisamente una persona a quién acogía. Podíamos hablar. Es más, las conversaciones eran muy interesantes. Tenia plena autonomía, y se encargaba de todas las actividades de casa. Mostraba un alto interés por hacer una vida agradable y sencilla. De hecho, fue suya la idea de venir a recogerme todos los días a la estación. Copenhague no es una ciudad peligrosa, pero ya seas hombre o mujer, caminar a ciertas horas por ciertos lugares es cuanto menos desapacible. Leo estaba ahí y había detectado esta necesidad. ¿Por qué no?, me dije. Así establecimos esa rutina. Los días de lluvia, que en esta ciudad no eran infrecuentes, aparecía con uno de esos enormes paraguas. Volvíamos juntos a casa. Otros días, si me reconocía con suficiente energía, antes de llegar a casa me proponía alguna actividad: cenar fuera, recorrer las librerías en busca de algún ejemplar curioso, … Pero nunca había llegado tarde.
Ya pasaban 5 minutos de la hora. No quería preocuparme, pero empezaba a pensar que algo raro había sucedido. Nunca había llegado tarde, no sabia qué esperar de esta situación. ¿Se habría perdido? Pensarlo me parecía inverosímil. ¿Cómo se iba a perder Leo? Tenía instalado un mapa mundial que se actualizaba prácticamente al instante. ¿Le habría pasado algo? ¿Habría algo que yo no había hecho bien? ¿Quizá Leo necesitase de algún tipo de mantenimiento que yo no había entendido? Quizá habría intentado llamarme, pero claro, imposible contactarme sin mi móvil. El frio no ayudaba. Nunca me acostumbré a este frio, pensaba mientas me frotaba las manos a través de los guantes. No era solo frio, también nervios. Si, mi preocupación estaba ahí. La gente pasaba delante de mí. No me importaba, ya no los miraba. No escrutaba su mirada enfocada. Buscaba con la mía esa cara que me era ya familiar. Pensé en irme a casa. Ya vendría. Pero me sabia mal. Habíamos quedado aquí, como todos los días. Pasó un minuto más. Ya llevaba 6 minutos esperando. Una eternidad para el tiempo de un robot. De repente, sin más noticia, apareció por detrás de una esquina. Andando como siempre. La misma cara. Dejé de frotarme las manos y me quedé mirando fijamente cómo se acercaba. Tranquilamente, como siempre andaba. Llegó a mi lado, y antes de que pudiese decirle algo se disculpó: – Perdona, he llegado tarde. En el camino he tenido un dilema de decisión – … Me quedé en pausa. ¿Un dilema de decisión?, ¿qué diablos significaba? Nadie me había hablado de esto. Si no fuese porque era un robot hubiese sonado a excusa, o directamente a mentira. Sin embargo, antes que buscar una explicación a esas palabras que no entendía, surgió de mí una pregunta más sencilla, sin pensarla, sin procesarla, sin filtro. Una pregunta directa: – ¿Te encuentras bien? – Tardó algo más de lo normal en reaccionar. Lo suficiente para reconocer un pequeño espacio de tiempo entre la mirada de sus ojos artificiales y sus palabras. – Si, por supuesto, me encuentro muy bien, ¿y tú?, ¿cómo has pasado el día? – Recorrí su cara con mi mirada, esquivamente, buscando algo que me llamase la atención. Quizá algún golpe, algún signo de problema, pero no, todo parecía normal. Una extraña normalidad que empezaba a ser una costumbre cotidiana. ¿Habría aún cosas que tendría que descubrir de Leo? No sería raro. Es más, si lo pensaba incluso me resultaba una idea agradable. No le di más vueltas, probablemente estaba exagerando. Le cogí del brazo y volvimos juntos a casa hablando como de costumbre. Al fin y al cabo, podría existir la pequeña posibilidad de que simplemente este no había sido su mejor día.
[Este texto se envió como trabajo para una actividad del Seminario «Robótica e ingeniería genética» del Máster Universitario para los Retos Contemporaneos (UOC)]