Me tomo una pequeña pausa para almorzar algo, y aprovecho para ver el vídeo que han colgado los de @microsiervos sobre las tomaduras de pelo que acompañan a algunos de los llamados “alimentos funcionales”. José Manuel López Nicolás (@ScientiaJMLN), Profesor Titular en la Universidad de Murcia, en una presentación breve pero eficacísima, con un estilo directo, sencillo, me plantea una realidad que hasta ahora había pasado casi inadvertida para mí; la descabellada falta de ética de algunas empresas alimentarias en el etiquetado de sus productos. Hace no mucho se aprobó un reglamento estricto en lo concerniente a lo que debe ser un alimento funcional, según el cual hay que probar dicha funcionalidad frente a un comité científico. Muchos productos no pasaron la criba, pero aprovechando los vacíos de un reglamento insuficiente en cuanto a etiquetado y que para colmo de males puede desalentar la inversión en investigación en el campo de los alimentos, los fabricantes recurren a estrategias de trileros de feria para presentar productos “funcionales” que, o bien directamente no lo son, o no lo son por el motivo que dan a entender en el etiquetado. Situación que, obviamente, desprotege al consumidor y al hipotético fabricante que presente un alimento verdaderamente funcional.
Continúa la presentación con algo que sí me había planteado ya; como creo que lo habrán hecho casi todos los químicos. La quimiofobia, que incluye entre otras apreciaciones esa absurda dicotomía entre lo “químico” y lo “natural” como si se pudieran no ya enfrentar, sino siquiera separar. Como si no estuviéramos compuestos de elementos, como si la vida no fueran las reacciones químicas que se dan en nuestro cuerpo. Aunque tampoco hace falta ponerse tan trascendental. Basta considerar los estrictos controles que cada sustancia debe superar antes de que se añada en la formulación de cualquier alimento, o incluso en la composición del envasado que lo contiene.
Me llaman la atención dos de sus conclusiones, quizá porque son las que podemos aplicar todos. La primera es el sentido común por parte del consumidor para considerar las razones que le llevan a elegir unos alimentos u otros, y al menos ser consciente del porqué de la decisión. La segunda tiene varias dimensiones. Habla de una inversión en ciencia, en cultura y en educación que nos lleve a una sociedad basada en el conocimiento. Una sociedad que se preocupa por saber, por ejemplo, qué hay detrás de una etiqueta de un yogur, sin dejarse llevar por un anuncio con personas difuminadas por sus bajas defensas. Esta inversión por supuesto tiene una dimensión estatal, o incluso continental, y falta ver si al gobierno (sea el que sea) le interesa tener una sociedad así o si prefieren que impere la incultura y el desinterés en los contribuyentes. Pero también existe una dimensión doméstica. No vamos a invertir en ciencia en casa, pero sí podemos educar en ciencia, en cultura, en interés por aquello que nos rodea. Podemos dar ejemplo con nuestra actitud para que aquellos que tengamos cerca se “contagien”; al fin y al cabo muchas habilidades se adquieren por mimetismo. Podríamos así, entre todos, acercarnos a esa sociedad basada en el conocimiento. No esperemos que nos sea dada, porque como dice Antonio Gala, “No creas que por saber más se sea más sabio, ni que el conocimiento verdadero se transmita como una donación, porque es producto de un esfuerzo en que no puedes ser sustituido.”
Termina el vídeo al tiempo que termino el yogur del almuerzo. Miro la tapa. Maldición, me la han colado. La próxima vez pondré más cuidado al elegir.