En general, en la rutina de un laboratorio de materiales hay pocos momentos en los que la estética cobre protagonismo, sobretodo para aquellos que no estamos sensibilizados o entrenados para buscarla, y no quiero caer aquí en estereotipos de científicos de escasas habilidades sociales y descuidado aspecto, inmersos en tablas, gráficas, funciones a las que ajustar curvas, matraces, cámaras de alto vacío, y carísimos instrumentos.
Sin embargo hay una técnica de caracterización que, quizá por directa, es capaz de despertar la sensibilidad estética hasta en el más obtuso investigador. Se trata de la microscopía, y en particular de la microscopía electrónica. No suele ofrecer datos numéricos apoyados en buenas estadísticas de medida, es muy difícil resumir sus resultados en una tabla, y, además (o más bien a consecuencia de lo anterior), es con la que más fácil resulta engañar, falsear la información que se quiere transmitir sobre un material. Aún así sigue siendo fundamental en casi todos los estudios sobre materiales. Quizá por la forma en la que los humanos estamos acostumbrados a percibir la información es por lo que tiene tanto peso. Estamos muy acostumbrados a ver las cosas, necesitamos de la imagen para entender un objeto. Es tal la dependencia que se han ido desarrollando en el tiempo aparatos para ver tanto lo que está muy lejos como lo que es demasiado pequeño. Hace no demasiado se consiguieron las primeras imágenes de microscopía electrónica de moléculas y aún me parece estar oyendo el “buff” de la comunidad científica al comprobar que eran tal cual habían sido descritas por los modelos vigentes.
Pues bien, es en el momento en que bajas al sótano y entras en la habitación en penumbra, cargas la muestra en el microscopio y enciendes el haz de electrones cuando notas un pequeño vacío en el estómago. Vas a ver, con tus propios ojos, la muestra que has estado preparando en el laboratorio. Hasta ahora, con suerte, si conocías el material, podías hacerte una idea de su aspecto, pero ahora es cuando lo vas a conocer “personalmente”, aunque antes hayas usado otras cinco técnicas que te han llenado el disco duro de datos, tablas y gráficas. Además, vas a poder jugar con la imagen. Aumentar, encuadrar, enfocar, contrastar… de repente te encuentras en una intersección entre los conjuntos “ciencia” y “estética”, donde habitan una serie de herramientas comunes de las que ambas disciplinas se aprovechan para obtener el máximo partido, transmitir el máximo de información; bien sea para medir, cuantificar, o para emocionar. Y así puedes salir de la sala habiendo fotografiado una mariquita hecha de nanobastones de óxido de zinc, un bosque de nanopilares de aleación CuNi, o el Muro que separa los Reinos de los Hombres de los territorios de los salvajes y los caminantes blancos, hecho de carbonato cálcico en su polimorfo calcita. Os dejo que deis un paseo por estos y otros nanopaisajes, si tenéis cinco minutos. Yo voy a ver si encuentro mi estrella de oxohidróxido de aluminio…
1 comentarios
Guillermo Muñoz Matutano dice:
22 may 2014
Pablo,
En la linea que comentas, recomiendo la lectura del artículo de Josep Perelló en el mongrafico que coordinamos de Mètode.
http://metode.cat/es/Revistas/Metodart/Nanoart