Lo más constante en las islas es el viento. El viento no llega, siempre está. Lo que llega son los barcos y los aviones, si la niebla no se amontona sobre la pista de aterrizaje y deja de ser visible. Suerte que hay faros, los días de niebla. Llegan marineros que vienen del Caribe o de Inglaterra, turistas alemanes y holandeses en cruceros que se denominan Europa, y llegan becarios. Becarios del continente -como ellos denominan a Portugal continental-, españoles, unos pocos belgas y franceses.
Las islas centrales de las Azores tienen en el volcán de Pico su punto de inflexión, un volcán magnífico, que aparece y desaparece, como la pista de aterrizaje, y que hace que en Faial una pueda sufrir la pereza contemplativa, una manera de ser y mirar el horizonte transformado en esa tierra negra que hace que te detengas. Qué pasatiempo puede haber mejor que el de contemplar todo el día cómo las nubes van arrastrándose por la ladera de la montaña hasta llegar al Piquinho, que a veces, incluso en verano, se corona con un sombrero blanco. Es lo que se busca, pegado a la ventanilla del avión, las líneas de la montaña detrás las nubes. A veces, alguna isla se ve entera: el perfil abrupto, signo del vulcanismo de la zona.
Llegan marineros y aprendices de marineros en barcos que, por ejemplo, son de carga o a vela y traen ron en las bodegas y jóvenes que, cuando desembarcan en la isla, olvidan los mareos, la sal y el frío, bailando y tocando la guitarra. Holandeses que imitan a cantantes de country americano, barbudos y con botas, parejas hechas al ritmo del vaivén de la embarcación, mujeres y hombres a los que se los nota la dureza, y la belleza, todo lo que han vivido en la piel y en la conversación.
Turistas, como decía, en cruceros, jubilados con dinero que pueden permitirse hacer lo que dicen que no hicieron en su juventud, cuanto a penas unos días en las islas para ver Capelinhos (un trozo de tierra nueva que apareció en el 57 fruto de una serie de erupciones volcánicas y que tiene aspecto de un desierto lunar cerca del mar) y para ver el gran cráter de Caldeira, normalmente nublada. O yates privados de lujo, o románticos veleros.
Y cada cierto tiempo, enero o marzo, julio o noviembre, llegan grupos de jóvenes de diferentes partes de Europa, que, o bien porque buscan aventuras o bien porque huyen del desierto laboral de su país, pasarán unos meses trabajando en viveros medio a construir, en empresas de whale-watching, en el jardín botánico o como ayudantes de investigación en el campo estrella de la zona, la biología marina y la gestión de los recursos pesqueros. Las experiencias serán buenas o malas, dependiendo de la empresa, el científico o el proyecto, en un sistema que hace aguas y donde nos dedicamos a flotar.
Desde la isla, no tan pequeña como la más pequeña, Corvo, ni tan grande como São Miguel, con la presencia del viento, parece que el tiempo tenga su propia medida y las semanas sean meses. Será el propio ritmo que crece de la roca negra, y la escena del volcán que desaparece y aparece, o la sensación de estar lejos, al menos temporalmente, de lo que ocurre fuera. Y fuera es todo esto que nos empujó lejos. Y que imagino parecido para muchos compañeros cerca de la treintena, o ya en ella, temporeros de la ciencia, temporeros del trabajo, con una vida resuelta sólo unos meses -aunque muchos sin seguro médico, sólo seguro laboral-, y la incertidumbre perdida en los bolsillos. Flotar, sobrevivir, proyectarse la vida de seis meses a once meses, hasta que salga alguna otra cosa, beca o contrato, alguna otra cosa temporal.
La pereza contemplativa faialense puede acompañarse con una cerveza, Sagres o Superbock, líquido barato para nosotros, servidos en los bares de Horta, la capital. O puedes mirar la bahía de Porto Pim desde el bar del mismo nombre, e imaginar a los balleneros llegando con el cachalote para despedazarlo y llevarlo a la fábrica de las ballenas, donde hacían aceites de la grasa. O imaginar a la Dama de Porto Pim, del cuento de Tabucchi. O imaginar el Beagle atracando en la isla vecina, Terceira, más de ciento cincuenta años antes. Para acompañar el viento con historias de la isla, de las islas, los cuentos, los diarios, o nuestras historias, tejidas a lo largo de los meses, conversaciones para hacer tolerable la incertidumbre y el dolor que nos causa la situación en nuestro país. También conversaciones para reír, para acompañar los silbidos, para disfrutar de los paisajes, el paso de las ballenas azules y los marineros, para disipar el miedo, para hacer de nuestra existencia la persistencia, como el viento.
Maria Salvador Lluch
Bióloga