2014-08-13 17.50.57



Cabo de gata. Cala del príncipe. 12:30 horas.

Leo arrastrando páginas entre granos de arena, con las manos pegajosas por la crema del sol, recogido y refrescado por la sombra que genera una gran roca negra que tengo justo detrás de mi. La lectura, junto a la potencia del paisaje, me transporta a un mundo de ideas traducidas en imágenes. El pensamiento, se me ocurre, podría visualizarse como estructurado por los distintos compartimentos de una casa, con sus partes menos conscientes en forma de sótanos, con elementos más funcionales, como la cocina, y, quizá, la parte consciente, que la posiciono en una pequeña buhardilla iluminada con un gran ventanal. El poder de la metáfora es infinito, pues infinitas son sus formas. Otra cosa es el rendimiento que le saquemos, pero eso es otra cuestión.

Con la distracción que supone imaginar otra cosa que no sea lo leído, apartas la mirada del texto para descansar los ojos mirando a la orilla del mar. Ya dejaste claro una vez que esa ida y venida de las olas te hipnotiza, un constante vaivén que nunca para. Ahí cuando todos nuestros corazones dejen de latir, las olas seguirán meciendo su silbido periódico. Si hoy, en lugar de seres racionales sin corazón ni alma fuésemos seres mitológicos, a este eterno vaivén del mar lo explicaríamos con una fábula, o con una riña o enfado entre dioses y semidioses, desencadenada en esa condena de movimiento eterno y periódico del agua. Lances del progreso, que diría el poeta. Pero hoy, más allá del ritmo roto, pero constante, de las olas, me ha fascinado su poder de separación. De frontera.

He de reconocer que soy de los que, al escuchar la paradoja de Zenón, me levantaba, me ponía a andar, y, al dar dos o tres pasos, levantaba los hombros abriendo las manos, como diciendo “¿de qué está hablando este hombre?”. Como siempre, en las sutilidades reside lo más interesante. Y las sutilidades no son visibles para todos. Hoy, he querido mirar a la playa usando una metáfora: la idea de frontera al mirarla con todos sus componentes, con su banco de arena, sus rocas, el aire calentado por el sol, y el agua balanceándose por la arena.

Dejo de mirar a las olas que van y vuelven de la orilla, y recorro la superficie del mar hasta toparme con otra zona borrosa e indeleble. La separación entre el agua y el aire que forma el horizonte. Otra frontera. Otra zona irregular e indefinida. Un pequeño tamiz entre azules, allí a lo lejos. Muchos son los que construyeron grandes naves para buscar ese horizonte. Como otros tantos buscaron el arco iris. Otros, sin embargo, hicieron todo lo contrario. Pusieron un gran precipicio, e indicaron que allí nunca habría que ir. Son dos acciones muy distintas, ir en busca del horizonte o etiquetarlo como prohibido, que tienen consecuencias tanto o más distintas aún. El científico de hoy diría que el horizonte se desplaza con nosotros, igual que el arco iris. Es un elemento que existe en la lejanía, porque es ahí donde hace su función. El poeta de hoy diría, quizá, algo muy parecido. Es un motor de explosión para salir en busca de lo desconocido, una constante tentación para el desvergonzado aventurero, que, en cada momento de su vida, siempre puede apartar la mirada del mundanal ruido para levantarla hacia el horizonte, y preguntarse ¿y qué habrá allí?

Pero estas dos fronteras se te antojan como las más etéreas o conceptuales, pero ni mucho menos las únicas. Hay más, muchas más. Está la misma frontera entre agua y aire, pero más accesible y material que la del propio horizonte. La que nos permite nadar y a la vez respirar, que nos permite flotar. Es quizá la frontera que usan los barcos. Pero también otros animales, como las ballenas, los delfines, todos esos animales que, aunque viven en el mar, necesitan salir a la superficie de tanto en tanto para respirar. Otra frontera obvia es la propia entre arena y aire. La que usamos para colocar nuestras toallas y cocernos al sol. La recorren seres de muchos tipos, desde tortugas, escarabajos, arañas, hasta nosotros mismos, vestidos con chanclas o pies desnudos, abrasados por el quemazón de la arena recalentada al sol del mediodía. Es una frontera que se parece levemente a la frontera entre tierra y agua del fondo marino. Menos sofocante, allí aparecen erizos, estrellas de mar o, si tenemos suerte, langostas, entre muchos otros. No todos los animales son animales de frontera. Los pájaros, los peces o los gusanos son animales que no viven principalmente entre dos medios, sino solo en un medio.

En el fondo, todos los animales que compartimos ese estadio de frontera para vivir nuestras vidas, de alguna u otra forma debemos tener algo en común. Vivimos, como las pequeñas piezas geométricas de flatland, en ese espacio 2D de una frontera bidimensional, que a la vez es específico, pero borroso. Las personas, por ejemplo, estamos diseñadas para tener siempre tierra bajo nuestros pies. Como tenemos pulmones para respirar, la frontera más adecuada es la tierra-aire, aunque nos desenvolvemos bastante bien en la frontera agua-aire. Los antílopes, los leones, los ratones o los gatos son hermanos nuestros en ese sentido. Quizá alguno de nosotros tenga algo más que ver con un delfín.

Sin embargo, como siempre, parece que somos la única especie que rompe las categorías y las clasificaciones cuando entra en escena esa inteligencia con la que siempre se nos llena la boca. Con nuestra cabecita y un poco de juego hemos inventado la forma de poder emular a esos otros seres vivos que no son de frontera, como los peces o los pájaros. Podemos subirnos a un avión, y surcar los cielos a 900 km/h para, en pocas horas, llegar a las playas más hermosas del Caribe, y, sumergirnos en sus aguas con escafandras, aletas y botellas de aire comprimido, codeándonos así con minúsculos peces de colores, o enormes y desafiantes tiburones plateados.

Lo interesante de este proceso de cambio es que, solo un autentico animal de frontera, ese que no se queda solo con las fronteras accesibles y materiales, sino que también mira a esas menos materiales, como lo es el horizonte, o esa línea poética de la orilla de la playa, es capaz de aventurarse a pensar diferente, capaz de recorrer caminos desconocidos, capaz de dejarse embaucar para perseguir el dorado y buscar el límite: la frontera entre lo alcanzado y nuestros sueños.

El calor en la playa también es desafiante. Decido buscar esa línea incolora entre agua y aire, refrescándome el cuerpo y salpicando la vista con peces curiosos mientras hago snorkel. Cuando, a través de las gafas, respirando torpemente por el tubo, me topo de frente con un pez.  “Aquí un ser de frontera ¿Quién eres tu?” – Le pregunto. El pez muestra ojos curiosos, temerosos. Quién sabe si con su pobre lenguaje de pez también se habrá preguntado algo. Pero la penosa conversación de besugos hace que cada cual siga su camino. Uno hacia la inmensidad del mar y sus misterios, y otro a seguir chapoteando torpemente entre rocas y vicisitudes de fronteras varias.