Soy de los que piensan que la ciencia tiene una gran belleza. Un científico en su laboratorio no es sólo un técnico: es también un niño colocado ante fenómenos naturales que le impresionan como un cuento de hadas.
Marie Curie (1867-1934)
Nuestras vidas están marcadas por frases escuchadas en boca de otras personas. Son sentencias o consejos que parecen quedarse flotando en nuestra mente por lo que en su día llamaron la atención de nuestras neuronas y, todavía hoy, continúan haciéndolo. Debido a mi trabajo tengo la suerte de recordar constantemente la de un colega que, hace ya algunos años, me confesó: “La mente científica nace desde que somos niños. En nosotros está la voluntad de conservarla o rechazarla”. En efecto, un niño no deja de sorprenderse ante cada fenómeno observado, desde lo más simple a lo más complejo. ¿Habéis observado con qué entretenimiento un niño puede llegar a dedicar toda una tarde, observando el desfile de unas hormigas hasta su hormiguero o el simple olor de las plantas? Sin ser plenamente consciente de ello, el niño no para de hacerse preguntas sobre el porqué del funcionamiento del mundo. Y todo ello podríamos resumirlo en una sola palabra: curiosidad.
Hace aproximadamente un año, un día como el de hoy, me dispuse a salir del laboratorio del Departamento de Prehistoria y Arqueología. Iba apresurada, ya que había concertado una sesión de Microscopía Electrónica en el Campus de Burjassot y, preparando el portaobjetos en el que había colocado cuidadosamente unas muestras de restos de madera carbonizada, se me había echado el tiempo encima. Mientras iba de camino al microscopio repasaba mentalmente las tareas que debía acabar esa misma tarde, desde el momento en que acabara con la muestra: terminar de redactar ese informe farragoso que llevaba a medio acabar toda la semana, revisar un artículo y pasar a una hoja de cálculo algunos datos. El objetivo era simple: fotografiar los fragmentos de carbón que había puesto en el portaobjetos para obtener una imagen de las especies vegetales que fueron utilizadas por parte de los grupos neandertales que habitaron los valles de Alcoy. Dichos grupos humanos realizaron sucesivas recolecciones de leña para alimentar una serie de hogueras hace, aproximadamente, 50 000 años. Y ahí, en un portaobjetos de 4 cm de diámetro, estaban atrapados los restos de un acto tan humano como es el de recoger ramas para hacer fuego.
Los dos primeros fragmentos fueron rápidos. Foto de una leguminosa y de un enebro. Me disponía a fotografiar un pino salgareño, pero de repente, algo brillaba más de la cuenta. Movida por el qué sería fui subiendo de aumentos: 1500, 3000, 5000, 7000… un momento. Era un microorganismo perfectamente conservado, con seis extremidades bien visibles y algunos pelos que, a dichas resoluciones, más bien parecían tuberías. Un xilófago hambriento de madera, de época paleolítica o posterior, había ido a parar a un fragmento de leña recogida por algún neandertal. El azar había querido que parte de esa rama se conservara, tras el paso de milenios de historia, en forma de diminutos fragmentos de carbón. Uno de esos fragmentos pudo ser recuperado en el marco de unas excavaciones arqueológicas y fue a parar, finalmente, en un portaobjetos para ser observado por unos ojos curiosos.
Movida por una curiosidad insaciable, aumenté más y más hasta poder observar el diseño de la epidermis del susodicho huésped. Cuál fue mi sorpresa al ver que su piel se componía de una red de hexágonos conectados por triángulos equiláteros formando un entramado que parecía recordar a un panal de abejas. Estas, sin ser conscientes de ello, construyen sus panales siguiendo una geometría hexagonal por ser la estructura más adecuada para economizar el espacio y albergar mayor cantidad de miel. Pero, ¿y en el caso del xilófago habitante del carbón prehistórico?, ¿cuál es la explicación científica a la presencia de esos hexágonos?, ¿qué papel cumplen los triángulos equiláteros?, ¿existe alguna razón pragmática a la caprichosa elección por parte de la naturaleza de hexágonos y triángulos?
Esa tarde, como era de esperar, no avancé mucho más en mis propósitos. Estuve “navegando” por los entresijos del carbón tratando de saciar mi curiosidad y buscando los mejores aumentos para hacer fotografías a algo tan microscópico y, al mismo tiempo, tan bello y enigmático. Un año después, tras participar en “Fotciencia: Duodécima edición del Certámen Nacional de Fotografía Científica” convocado por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), una de tantas fotografías que realicé aquella tarde ha sido seleccionada para formar parte del catálogo de la exposición itinerante que viajará por distintos rincones de la geografía peninsular a lo largo de este año. Se trata de un concurso convocado anualmente con el objetivo de acercar la ciencia a la sociedad, subrayando la dialéctica que se produce entre arte y ciencia. Esta tarde en casa, redactando estas líneas, esbozo una sonrisa pensando en el mismo sentimiento humano de curiosidad que habría atrapado al individuo neandertal, de haber tenido la oportunidad de viajar a 7000 aumentos.
Paloma Vidal Matutano. Investigadora Pre-Doctoral en Arqueología.
1 comentarios
ana dice:
7 jul 2015
Qué fotografía tan increíble. Me ha encantado el detalle con los hexágonos, como en los panales de abejas.