Granissat de llimona



Una de las ventajas de sufrir mi ciudad en verano es comprobar que el tiempo que tardas en bicicleta desde cualquier punto de la ciudad a una heladería, horchatería o similar sigue una distribución exponencial de 7 minutos de media. Una de las cualidades de esta distribución tan simpática es la propiedad conocida como la falta de memoria, es decir, la probabilidad de que un ciclista que lleva 2 minutos pedaleando encuentre una heladería en menos de 7 minutos es equivalente a que el mismo ciclista la encuentre al salir de su casa en menos de 5 minutos. Pero para mala memoria la mía que hoy no hablamos de estadística, pero si de heladerías en general y de granizados en particular.

El otro día pedaleando por un barrio desconocido para mi decidí celebrar el verano y tomarme un granizado de limón. Al cabo de 5 minutos, sin sorpresas estadísticas, encontré una heladería en la que vendían granizados de limón. La dependienta de nacionalidad china, ante mi petición tan arriesgada cogió un vaso de plástico y apretó cual autómata el botón de la hacedora o mejor dicho conservadora de granizados de limón. En un arrebato de simpatía y sabiendo que la estadística estaba de mi parte, le pregunté si venía de la región de Qingtian, una afirmación altamente probable, tan probable como que en una reunión de 50 personas al menos dos cumplan el mismo día. Supongo que la dependienta no me entendió pero da igual porque fue en ese mismo momento cuando empieza realmente nuestra historia. Mientras que un exageradamente denso granizado de limón de color amarillo wannabe caía libremente como una boñiga de vaca, respiré fuerte y para no desesperarme con mi adquisición intenté pensar en cosas bonitas como si era verdad que el efecto coriolis del granizado me confirmaba que ambos, la dependienta y yo, seguíamos en el hemisferio norte.

Al probar el granizado de dos eurazos y medio no se me despertó ninguna impronta de mi infancia guardada en mi más que apreciado hipocampo. Esto me intranquilizó y de mi frustración surgió un exabrupto a la dependienta con absoluta contundencia: «¡Esto no es un granizado de limón!». Soy consciente de que mis argumentos no eran sólidos, sobre todo porque ni siquiera tenía en cuenta el sabor, si no simplemente aquello que no había provocado en mí. Sus argumentos en cambio fueron aún peores: «Esto es un granizado de limón porque la gente paga por ello y no se queja, además está bien preparado porque la máquina está en automático».

Para los que habéis sufrido algún rechazo de propuestas de artículo por parte de alguna revista de investigación sabréis bien que cada sentencia sin argumentar viene criticada o castigada con el temido reject. Ni la dependienta ni yo habríamos pasado la más benevolente de las revisiones con nuestros argumentos acerca del ser o no ser del granizado de limón. Aún así, la dependienta me devolvió lo que para ella supongo que serían ya muchos yenes y yo me quedé por poco tiempo sin granizado (recordad el tema de la memoria de la distribución exponencial). Pero lo peor de todo fue que me surgió una pregunta que no me deja disfrutar de mis vacaciones: ¿Qué pasaría si en la vida real nuestras sentencias como en nuestros artículos fuesen científicamente revisadas en todo momento?