cardio

Es un rectángulo verde alargado, con gusanillo. En la portada reza “BioCard. Todas las leyes, gráficos y esquemas de biología. El minimanual”. Si nacisteis en los ochenta y os preparasteis, dieciocho años después, el temido selectivo, seguro que alguna guía de este estilo cayó en vuestras manos. Aquellos días andábamos cardiacos con todo lo que teníamos que estudiar. Nos dábamos cuenta de que nuestros apuntes parecían incompletos ante unos exámenes para los que, reconozcámoslo, no estábamos preparados.

Aunque todo COU, el segundo de bachiller actual, se lo pasaban torturándote psicológicamente en clase con la cancioncilla de que no podías bajar las notas y de que, para ponernos más a la tremenda, los exámenes finales podían bajarte algunos puntos, con lo cual no podrías acceder más que a una carrera que no te hacía nada de ilusión (como relaciones laborales, carrera que sigo sin saber de qué va), tú te ibas poniendo nervioso, pero eso no se traducía en estudiar muchísimo más, sino en agobiarte muchísimo más. Al menos en mi caso.

Así que algunos descubrimos estas pequeñas biblias de contenidos que te resumían lo que necesitabas saber para los dichosos exámenes de selectivo. Yo tengo el de biología, pero había MateCard, FisiCard, QuimiCard y tantos otros Card para geología, ortiografía (irónicamente he escrito mal ortografía, lo voy a dejar tal cual, chisposa que es una), inglés y verbos conjugados. Vamos, selectas guías para todas aquellas materias que se nos atragantaban en uno u otro momento (algunos sufrimos el dibujo técnico, pero para aquello no había soluciones en ningún manual).

Hojeo ahora el BioCard y veo que tiene de todo. Bonitas estructuras químicas de monosacáridos, presumidos triglicéridos, serios nucleótidos, nuestra querida doble hélice de ADN, su primo, el ARN, una preciosa célula abierta en canal con su vacuola (creo que no hay palabra más elegante que vacuola, pronunciadla, vacuola). Y también el humilde cloroplasto, la mitocondria, que siempre va de importante, la mitosis en viñetas (aunque como cómic da poco de sí), la meiosis (más compleja, pero no por ello más fascinante), los entrañables árboles genealógicos de Mendel y, como no, mi querido, preciado, mil veces memorizado y otras tantas miles odiado, ciclo de Krebs.

Datos, palabras, datos, y más palabras que pasaron por mi cabeza, me llevaron a aprobar el examen, a sacar suficiente nota para entrar en ciencias biológicas, a pasar cinco años y medio de mi vida en una facultad y, bueno, no tenéis tiempo para el resto, ¿no? Aunque no es esa la cuestión, sino la gran cantidad de horas que invertí en memorizar y no en “amar” la biología, por muy cursi que os pueda sonar. Sé que hay infinidad de debates con respecto a la educación en el S. XXI. Se tratan la inmersión en la tecnología, los procesos adaptativos, la educación por edades o por niveles, o el proceso espontáneo de aprendizaje, por lo que imagino que también se hablará de la memorización.

Estoy segura de que es importante ejercitar nuestra memoria y trabajar el cerebro como un músculo más, y hay estudios que lo relacionan con la prevención del Alzheimer. Pero una cosa es convertir la memorización de datos en algo lúdico, para que sea una capacidad activa y disponible en los niños y adolescentes, y otra diferente que un examen sea una mera prueba de recopilación de detalles. No me avergüenza decir que tengo muchísima memoria y que mis controles de historia eran de matrícula, lo retenía todo, pero nunca me atrevería a ir a un concurso de la tele por si en el nivel más básico me aparece una pregunta tipo “quién era Carlos III”. Todo lo que entró en mi cerebro salió volando al acabar cada curso.

Por eso miro al BioCard con cariño, pero con tristeza. Qué pena que ni en el instituto ni en la facultad se pudiera trabajar más en grupo, o se nos mandara a comprobar de primera mano en qué campos trabaja un biólogo, qué es lo que hace, con qué se motiva. Tampoco creamos grandes infografías o desarrollamos esquemas de los temas para asentarlos y situarlos bien. Ni profundizamos en el quién es quién y por qué en cada materia. Y por supuesto, no se trabajaron las áreas conjuntamente para ver sus interacciones y los resultados que podían dar.

Y aun así soy afortunada, en el instituto tuve un profesor de biología y geología que me enseñó a profundizar, que me hizo disfrutar en clase, que me animó a escribir porque me permitía expresarme en los trabajos, y diría incluso que, gracias al él, soy ahora profesionalmente lo que soy. Pero el sistema estaba contra nosotros, y lo que al final valía siempre era un número, una nota escrita en boli en la parte superior derecha del primer folio de la prueba.

Datos, fechas, nombres, fórmulas. Información que está escrita. ¿Por qué no aprender a cómo acceder a ella? ¿Por qué no descubrir cómo tratarla, cómo analizarla, cómo aplicarla? De los millones de elementos que asimiló nuestro cerebro entonces, seguro que mis compañeros de clase están usando un uno por cierto en su día a día, si es que llegan a ese porcentaje, porque es sólo el que necesitan, al que se dedican.

¿Perdí el tiempo aprendiéndome el ciclo de Krebs? Yo creo que sí. Creo que con un pequeño trabajo de una hora en clase desmenuzándolo, descubriendo sus orígenes, o analizando sus aplicaciones, hubiera disfrutado y aprendido más. ¿Hay que dejar de memorizar? Quizá no, pero seguramente sea más útil apuntarnos a teatro y recitar largos monólogos ante desconocidos. Igualmente cardiaco se pone un estudiante minutos antes de una prueba que un actor minutos antes de una salida a escena. Pero el estudiante lo hace para obtener una puntuación que se podría calcular a partir de algo más jugoso que un test de pregunta respuesta sin fuentes a las que acceder, mientras que el actor actúa, se expresa, crea, interpreta y, lo mejor de todo, se lleva a su casa un aplauso.