Medio recostado en una cama enorme de hotel, agotado por apretar los dientes durante demasiadas horas luchando contra la lluvia y el viento, escribo desde el mismo borde de la frontera Italiana, en Ventimiglia. Mi estancia en el Laboratorio Europeo de Espectroscopia No Lineal se ha acabado. Que ridículo es el futuro y el pasado, y que interesante es el cambio. Me he cansado de repetir que esta estancia post-doctoral resolví lanzarla viajando en moto. Solo. Creo que hay muchas razones para hacerlo así. El viaje, de esta forma, se convierte en un tránsito. Un cambio progresivo. Un espacio temporal que difumina el antes y el después. Un tiempo de nadie, que ni es antes, ni es mañana. Un tiempo de reposo emocional, a 100 Km/h. Alejado de la rutina y lo convencional. Un gran lujo que nunca dura demasiado.

En este momento entre el antes y el después, de acabar un proyecto y firmar otro, de escribir en la frontera, me acuerdo de muchas cosas. Me acuerdo de experimentos, de congresos, de charlas y discusiones, de horas en el laboratorio, de palmadas resonantes en la oscuridad al encontrar nuevas tendencias desde la nanoescala, de garabatos con tiza y pizarra, o de saltos por el susto del disparo de las válvulas de seguridad de los aparatos. Pero sobre todo me acuerdo de gente. De físicos que hablan italiano, y se ríen con la boca grande. De biólogas que en su infancia salían al tejado a leer. De brillantes teóricos que no conocen las horas de la mañana, y ni falta que les hace. De experimentales que, en las horas de descanso dudan si hacerse otro café, o construir un microscopio con una webcam. Gente, mucha gente. Una estancia post-doctoral tiene una motivación científica, pero la recompensa no es únicamente científica. Al fin y al cabo, la ciencia la hacemos nosotros, la gente.

Y casi que durmiendo sobre la línea imaginaria que separa Italia de Francia, me doy cuenta de lo absurdo de las fronteras. De las fronteras Europeas. En un momento que Europa parece sumida en una crisis de identidad, la realidad es que nuestras fronteras nunca han estado tan abiertas y permeables a ser atravesadas. Esta generación de la cual pertenezco, que somos la generación en positivo (lo tenemos todo), disfrutamos de un espacio multicultural completamente abierto. Somos la generación de las becas Erasmus, de los viajes en InterRail, la generación que ha construido una Europa unida, unida por la mezcla. ¿Y en la ciencia? ¿Por qué podemos alegremente salir a trabajar a Valladolid, Santiago, Cáceres, o Bilbao, pero irnos a Berlín, Roma, Bruselas o Marsella significa una ruptura tan tremenda?. La respuesta común es que la vuelta no está garantizada. La vuelta a España. El sentimiento de exilio es desgarrador, como lo es una mutilación.

Todos conocemos de sobra la carencia de inyección sobre el patrocinio del saber, en sus múltiples expresiones, de todos los gobiernos españoles, pero quizá podríamos mirarlo desde otra perspectiva. Somos la primera generación de españoles que entienden y sienten Europa como suya. Que les pertenece. Somos españoles, pero también somos europeos. Todos sabemos, también, que el reciente premio Nobel a la Paz a la Unión Europea es una majadería, un juego de mercachifle. Pero quizá también lo podemos contemplar como un apoyo institucional a un gran proyecto común. Hace nada, a la vuelta de la esquina, Europa era centro de grandes bloques confrontados, impenetrables fronteras, odios, rivalidades y guerras. Y cuando viajas por Europa, atravesando Suiza, Italia, Francia, Luxemburgo, Inglaterra, España, … te das cuenta de que todo eso es pasado. Estructuralmente, la gente nos hemos hecho europeos.

Sin menospreciar el sentimiento demoledor del exilio, ¿no somos nosotros, la generación en positivo, la que debe tomar el relevo y seguir construyendo Europa?, ¿No somos los científicos unos actores privilegiados para tal menester? Desde el punto de vista científico, las ventajas del intercambio son enormes. Desde el punto de vista personal, cada cual tiene su opinión. En mi caso, escribiendo en esta frontera borrada que separa Ventimiglia, el último o primer pueblo italiano, de Menton, el primer o último pueblo Francés, me doy cuenta que alojo unos pocos instintos ambiguos al intentar deci-r/dir si vuelvo, o voy.

Fotografia: Europa de noche, vista desde el espacio /ESA